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Era un soñador aquel montañés. La luz, casi siempre gris en la Montaña, las nieblas que desde el otoño a los comienzos del estío la envuelven, habían penetrado el espíritu de Pedrín, haciéndolo vivir en plena fantasía, en completo desdibujo de la realidad. No solamente lo que llamamos alma era romántica en Pedrín; lo eran también las líneas carnales, el dibujo total del cuerpo. Su cabello rubio ondeaba, palideciendo hacia las puntas, como los remates de un sol poniente; su frente se moldeaba en forma de torreón gótico; en sus ojos azules resplandecía el éxtasis, acentuado por la sombra que hacían las pestañas. La nariz era recta; la boca de finísimos labios; apuntada la barba; marfileño el tono de la piel. Tenía las manos señoriles, el talle juncal; el andar lánguido, apoyándose poco en tierra, como si tratara de ser vuelo. ¿Cómo pudieron fabricar esta criatura dos marineros aldeanos? Recio el padre como un trinquete, basto como una encina, coloradote, por obra de la mucha sangre circulante en sus venas y del mucho vino embaulado en su estómago, no resultaba muy capaz para tan delicado engendro.