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Cuando nos oprime el infortunio y la desdicha, no falta alguien que se nos presente con la sonrisa en los labios, esperando hacernos partícipes de ambas, si la miseria no ha concluido aún del todo el prestigio de nuestra pretérita opulencia. Es, pues, tal prestigio, el que reúne en torno de nosotros a todas las personas que nos conocieron dobladas al peso de la desgracia. La baronesa Daglars, si bien había resistido ese gran peso, congregaba aún en su palacio a los principales caballeros de Gand y poseía el gozo de oír exaltar sus doradas salas en París, como en las que se sabía acoger a todos esos impíos elegantes de tapete verde y a quienes parece que no falta nunca el oro ni la voluntad de jugar, mientras haya escaso interés en conocer su vida privada. El orgulloso espíritu de la interesante baronesa Danglars, su figura esbelta y su rostro aristocráticamente pálido, donde brillaban o languidecían dos bellos ojos negros, cuando su endurecido pecho se dilataba con la expansión de un blanco sentimiento, o se comprimía dominado por la ambición, no era lo que menos concurrencia atraía a sus salones.