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EL día 15 de noviembre de 1194, á la hora en que el sol se ocultaba tras los remotos confines del condado de Middlesex, tiñendo con reflejos amarillentos los girones en que se rompía al Occidente el ancho pabellón de nubes que encapotaba el cielo, una galera de altos mástiles y agudas velas navegaba lentamente, ayudada por los remos de cien galeotes, subiendo con dificultad la corriente del Támesis, á dos leguas de distancia de Londres. Sobre el alcázar de popa de esta galera, recostado en un mástil en que apenas ondulaba al débil impulso de una pesada brisa sudeste un pendón rojo, cuyas plegaduras no permitían conocer los detalles del blasón que dejaba notarse de una manera confusa sobre él; apoyado en este mástil, repetimos se veía un hombre de figura atlética, con la mirada fija en la distante ciudad. Rodeábanle otros tres hombres, pero á cierta distancia, sin duda por respeto, que miraban al mismo punto que el primero, con una expresión marcada de impaciencia.