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No son más que las cuatro, pero es invierno y el sol ya se ha puesto. Ninguna nube refleja ya sus rayos oblicuos en el cielo claro y helado, pero el aire se tiñe de un ligero color rosado que todavía brilla sobre el suelo cubierto de nieve. Vivo sola en una casita perdida en un paraje inmenso y solitario. No me llega ningún eco de vida. Ante mis ojos, la llanura desolada está cubierta de blanco, y encima de las pequeñas colinas abruptas desde donde se desliza la nieve, más escasa aquí que en terreno llano, se advierten solamente unas cuantas manchas negras que han aparecido bajo el efecto del sol del mediodía. Algunos pájaros atacan con su pico el duro hielo que cubre los estanques; ha helado sin cesar. Extraño estado mental el mío. Estoy sola, absolutamente sola en el mundo, el azote del destino ha acabado con mi vida. Sé que voy a morir y me siento feliz, alegre. Siento que me late el pulso y pongo mi mano flácida sobre mi mejilla febril. En mí se agita una mente vivaz y ligera que emite las últimas señales de vida. No veré nunca más las nieves de un nuevo invierno, no sentiré nunca más, lo sé, el calor vivificante de un nuevo verano, y con esta certidumbre empiezo a escribir mi trágica historia. Sin duda alguna una historia como la mía debería desaparecer conmigo, pero un sentimiento indefinible me empuja, y estoy demasiado débil de cuerpo y de espíritu para resistir al menor impulso. Cuando la vida era vigorosa en mí, estaba segura de que su sacrílego horror haría imposible contar esta historia, pero puesto que ahora muero, profano el terror místico que ella me inspira. Así es el bosque de las Euménides donde solo los moribundos son admitidos. Y ahora Edipo va a morir.