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El convoy de forzados del que formaba parte Maslova había recorrido ya cerca de cinco mil verstas. Hasta Perm, Maslova viajó, tanto en ferrocarril como en barco, con los condenados de derecho común; solamente a su llegada a esta ciudad Nejludov consiguió que la incorporaran al grupo de los condenados políticos, siguiendo el consejo de Bogodujovskaia, quien se encontraba entre estos últimos. Hasta Perm, el trayecto fue muy penoso para Maslova, tanto moral como físicamente. Físicamente: la suciedad y los repugnantes insectos, que no le dejaban ningún respiro; moralmente: hombres no menos repugnantes que los insectos, y aunque diferentes después de cada etapa, todos lo mismo de desvergonzados, todos tan pegajosos y sin concederle un momento de tranquilidad. La costumbre del desenfreno más cínico se había hecho tan general entre las presas, los presos, los carceleros y los soldados de la escolta, que toda mujer joven debía constantemente mantenerse en guardia si le repugnaba aprovecharse de su cualidad de mujer. Y este estado constante de temor y de lucha pesaba en Maslova, sobre todo en razón del atractivo que ejercía su encanto exterior y su pasado conocido por todos. La oposición firme y resuelta que los hombres encontraban en ella les parecía como una ofensa personal y los tornaba más hostiles aún. Sus miserias estaban sin embargo aliviadas un poco gracias a la amistad de Fedosia y de Tarass; este último, al enterarse de las molestias a que estaba sometida igualmente su mujer, había pedido acompañarla en calidad de preso, a fin de poder protegerla, y, desde Nijni Novgorod, viajaba con los condenados.