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El domingo 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Lidenbrock, regresó precipitadamente a su casa, situada en el número 19 de la König-strasse, una de las calles más antiguas del barrio viejo de Hamburgo. Marta, su excelente criada, se azaró de un modo extraordinario, creyendo que se había retrasado, pues apenas si empezaba a cocer la comida en el hornillo. «Bueno» pensé para mí, «si mi tío viene con hambre, se va a armar la de San Quintín porque dificulto que haya un hombre de menos paciencia». —¡Tan temprano y ya está aquí el señor Lidenbrock! —exclamó la pobre Marta, llena de estupefacción, entreabriendo la puerta del comedor. —Sí, Marta; pero tú no tienes la culpa de que la comida no esté lista todavía, porque aún no son las dos. Acaba de dar la media en San Miguel. —¿Y por qué ha venido tan pronto el señor Lidenbrock? —Él nos lo explicará, probablemente. —¡Ahí viene! Yo me escapo. Señor Axel, hágale entrar en razón. Y la excelente Marta se marchó presurosa a su laboratorio culinario, quedándome yo solo.