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Pero Edith se había quedado dormida. Estaba preciosa acurrucada en el sofá del gabinete de Harley Street con su vestido de muselina blanca y cintas azules. Si Titania se hubiese quedado dormida alguna vez en un sofá de damasco carmesí, ataviada con muselina blanca y cintas azules, podrían haber tomado a Edith por ella. Margaret se sintió impresionada de nuevo por la belleza de su prima. Habían crecido juntas desde niñas, y todos menos Margaret habían comentado siempre la belleza de Edith; pero Margaret no había reparado nunca en ello hasta los últimos días, en que la perspectiva de su separación inminente parecía realzar todas las virtudes y el encanto que poseía. Habían estado hablando de vestidos de boda y de ceremonias nupciales; del capitán Lennox y de lo que él le había explicado a Edith sobre su futura vida en Corfú, donde estaba destacado su regimiento; de lo difícil que era mantener un piano bien afinado (algo que Edith parecía considerar uno de los problemas más tremendos que tendría que afrontar en su vida de casada), y de los vestidos que necesitaría para las visitas a Escocia después de la boda. Pero el tono susurrado se había ido haciendo cada vez más soñoliento hasta que, tras una breve pausa, Margaret comprobó que sus sospechas eran ciertas y que, a pesar del murmullo de voces que llegaba de la sala contigua, Edith se había sumido en una plácida siestecilla de sobremesa como un suave ovillo de cintas, muselina y bucles sedosos.