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Tetuán, mes de Adar, año 5620. ¡Vive Dios, que no sé ya cómo me llamo! Yahia dicen los del Mellah al verme; Alarcón me saluda con apodos burlescos, Profetángano, Don Bíblico; para algunos moros maleantes soy Djinn, que quiere decir diablillo, geniecillo; y mi venerable amigo el castrense don Toro Godo me ha puesto el remoquete de Confusio (con ese). Cuando me recojo en mí, y examino y desdoblo mi personalidad, ahora tan envuelta sobre sí propia, vengo a reconocer que soy aquel Juan que vino de España con el Ejército de O'Donnell, trayendo consigo poco más de lo puesto, un humilde y no manchado apellido, que creo era Santiuste, y una condición que tengo por sencilla y mansa, la cual, dividida en cuartos, me da tres partes de galán enamoradizo y un cuartillo de poeta. Tal soy, tal fui. Quiero reconstruir mi ser sintético, y fundar en él la nueva conciencia que necesito al cabo de tantos trastornos, en ésta mi africana vida tan atropellada y exuberante. Si apenas sé cómo me llamo, tampoco me doy clara cuenta de la religión que profeso, pues las tres que aquí tenemos, confunden en los espacios de mi espíritu sus viejos dogmas y sus ritos pintorescos. Y ved aquí que yo, el hombre de las grandes confusiones, el panteólogo desmemoriado que, al descuidar la fijeza de su nombre, borra con igual descuido los nombres de las cosas, me meto a refundir en una sola creencia las tres que aquí los humanos practican, divididos en castas, familias o rebaños, con sus marcas correspondientes. Adviértase que la síntesis religiosa es para mi uso particular y exclusivo goce, sin ningún prurito de apostolado ni cosa que lo valga. Las tres me mandan que ame a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a mí mismo, y que perdone las ofensas; las tres me señalan la vida perdurable como fin sin fin de nuestro ser, y me ofrecen recompensa o castigo conforme al valor moral de mis acciones, mientras me tiene Dios estacado en la sociedad humana, paciendo en las no siempre fértiles praderas de la vida fisiológica.