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Eran las cuatro de la madrugada. El sol bañaba con sus primeros rayos dorados la espaciosa estepa que, cubierta de rocío, refulgía como salpicada de diminutos brillantes. La niebla, ahuyentada por la brisa matutina, se había detenido al otro lado del río, formando una muralla plomiza. Las espigas de centeno, las cabezas de los cardos y los botones de los rosales silvestres se erguían, quietos y apacibles, meciéndose y susurrando entre sí muy de tarde en tarde. Sobre los campos, por encima de nuestras cabezas, aleteando serenamente, volaban milanos, azores y lechuzas. Estaban cazando... Akim Petrovich Otletaiev, el juez de paz, el médico del pueblo, el yerno de Otletaiev, apellidado Predpolozhenski; el alcalde, que se llamaba Kozoiedov, y yo, íbamos de caza en el coche de Otletaiev. Tras nosotros, con la lengua fuera, corrían cuatro perros. El médico y yo éramos delgados, pero los demás, en cambio, parecían barriles; por eso, aunque el carruaje era ancho, íbamos apretados como sardinas. Yo metía a menudo el codo y la culata de mi escopeta en la barriga de Kozoiedov. Todos nos empujábamos, jadeábamos, nos dábamos a los demonios y nos odiábamos con toda el alma, ansiando poder salir del coche. Queríamos internarnos en la estepa para matar perdices, codornices; aves acuáticas y, si la fortuna nos era propicia, incluso avutardas. Nos acaudillaba Otletaiev, dueño del coche y de los caballos, y gracias al cual se había organizado la partida. Por oprimidos que lleváramos los cuerpos, nuestras almas estaban henchidas de las más placenteras alegrías.